Estuve con mi amigo Erone. Era un joven más que yo
cuando crecíamos en las tierras sureñas ¡Que tiempos aquellos! Compartíamos
casi todo… el tiempo, nuestros sueños; luces y tinieblas. Compartíamos nuestra
soledad la que, cuando estábamos juntos, desaparecía. De niños jugábamos por
los prados de la plaza de Victoria, corríamos entre los setos y flores que con
amor verdadero mantenía Macedonio, el jardinero. Cuantas veces escuchamos sus
gritos de fingido enojo cuando nos sorprendía pisando sus cuadros recién
sembrados y nos motivaba para arrancar raudos y veloces. Ya lejos del peligro
inexistente, tomando forma de guerreros perseguidos, escondidos tras las ramas
de un arbusto, veíamos al temido y casi anciano Macedonio, tomar su azadón y rastrillo
y emparejar nuevamente el daño que dejamos.
Al centro de esa plaza había una gran pila. Una fuente
de que se alimentaba por un surtidor que lanzaba desacompasados chorritos de
agua. Dentro de ella nadaban pececitos de colores que se aglomeraban cuando se
les lanzaba miguitas de pan. Con Erone se nos
hizo una obsesión el tener uno de ellos y planificamos el cómo conseguirlo. Yo le sacaría un frasco
grande a mi mamá, de esos en que guardaba las mermeladas y conservas; entre
ambos, moleríamos una marraqueta para sacar las migas y desde el borde de la
pila, con ese sebo, atraeríamos los
peces donde uno de nosotros pudiera tomarlos con la mano. Así lo hicimos. Como
no había ningún frasco vacío saqué uno del fondo del estante. Estaba lleno de
“potitos” de alcachofas los que nunca me gustaron. Nos juntamos con mi amigo y
botamos el contenido en una alcantarilla. Como si fuéramos a cumplir una misión
imposible llegamos a nuestro objetivo: la pila. No se veía nadie en las
cercanías. En cuclillas, apoyados en el borde, empezamos a lanzar las miguitas
de pan al agua. Los pequeños peces
respondieron y comenzaron a acercarse. Nuestra emoción era indescriptible. Allí
estaban ya, al alcance de nuestras manos… Una sombra nos cubrió y al levantar
la vista vimos con terror que Macedonio el jardinero se había acercado hasta
nosotros… traté de ponerme de pie para arrancar… Tropecé, me enredé y solo
recuerdo el agua fría que me cubrió al caer en ella. Me sentí cogido por unos
brazos fuertes que me levantaron estilando. Se acercó y vi en su rostro, por
primera vez una sonrisa…
-
¿Estás
bien? Ya va a pasar el susto… Vamos te voy a dejar a tu casa…
Hoy, después de tantos años, me parece ver al buen
amigo jardinero, Macedonio, llevando de una mano a ese niño chorreando de agua y
en la otra un frasco conservero vacío…
Lo que sucedió en casa es otra historia.
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