Hace tiempo, participamos con mi hijo menor en una jornada parroquial. Como tarea en
uno de los niveles había que moldear una figura en greda siendo el tema libre.
Yo creí tener habilidades y pensé que esta era una oportunidad para
demostrarlo. Vi que mi hijo, pequeño aún, tomaba su trozo de greda y se
instalaba en un rincón del lugar. Me acerqué y le pregunté si deseaba que lo
ayudara, pero él me dijo que no era necesario y que ya había decidido lo que
iba a hacer. Yo lo observé un instante y al ver su carita sonriente, me despedí
con un gesto de cariño.
Me dirigí entonces a un lugar solitario y acomodando mi
greda frente a mí me dispuse trabajar.
Pero ¿Qué haría? ¿Qué podía hacer que se destacara de los otros trabajos? Por
supuesto que no haría nada común, nada fácil… De pronto desde un vericueto de
mi cerebro llegó una idea que podría plasmar y que seguramente estaba a las
alturas de mis habilidades. “¡Voy a hacer a Dios!”. Bueno, recapacité, a Dios
no ya que su grandeza está fuera de nuestra imaginación humana… Pero sí, ”¡Voy a hacer a Jesús!”. Una hermosa figura de Jesús lo que me exigiría aplicar en ello, todas mis dotes
artísticas.
La greda estaba en su punto: dócil, maleable, firme. Se
dejaba hacer; pero pronto pude darme cuenta que mis manos eran incapaces de traspasar
el semblante bello y varonil que yo imaginaba y deseaba modelar. Hice, hice y
deshice muchas veces mi trabajo al constatar que no lograba mi propósito y así
el tiempo comenzó a pasar. Cuando llegó el momento que se debía hacer entrega
de los trabajos, mi figura no tenía la sublime y espiritual belleza que yo
deseaba transmitir. Era tosca, demasiado humana, proyectaba fuerza y no ternura…
Estaba desconcertado. Dejé ml trabajo en el mesón entre los otros muchos
trabajos y, un tanto amargado, fui en busca de mi hijo.
Allí estaba su obra. Realmente admirable… Era una mano, su
manito como elevada al cielo, parecía pedir u ofrecer, dar gracias, tratar de
alcanzar a un Dios para él cercano. Sonreí con ternura; él, mi pequeño niño
había logrado lo que yo no pude realizar. Lo acompañé a dejar su trabajo…
“Hijo, lo que hiciste es algo maravilloso…”
Aún, después de tantos años recuerdo este capítulo de la
vida y ya puedo reconocer que mi hijo plasmó lo que Dios le ofreció mientras
que yo, traté de hacer un Dios, un Cristo a mi manera.
(A Claudio,
ayer un gran niño y hoy un hombre grande)
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