La vida en el pueblito de Nazaret era tranquila, lenta y agradable. El trabajo
comenzaba para todos cuando el sol se asomaba en el horizonte tras los
montes y, también para todos, terminaba cuando éste se escondía. Pero había un
día en que desaparecía hasta la más mínima intención de trabajar, esto,
no sólo ocurría en Nazaret sino en todo Israel y en todo lugar que habitara un
judío sobre la tierra: El SÁBADO. Ese era el día de Dios. El séptimo día de la
Creación, cuando el Creador descansó al terminar su obra. Nadie podía siquiera
pensar en trabajar y todo esfuerzo debía dedicarse al Señor.

María despertaba muy temprano. Muy pronto comenzaba a molestar a su madre
para que la vistiera. Casi no se le entendía todavía lo que trataba de decir;
pero Ana ya lo sabía. La niña desde la primera vez que la llevaron a los
oficios de la Sinagoga, cada Sábado se inquietaba hasta que partían a cumplir
sus deberes con Dios.

-¿Qué le pasa a mi Reina...? ¿Qué tiene? ¿Le duele algo?
La pequeña María, con su manito indicó a quien
leía. Ana prestó atención entonces, era una hermosa lectura pero no pudo
explicarse qué es lo que sucedía a su hija... era tan pequeñita aún ¿cómo iba a
darse cuenta del sentido que contenía? Sólo los años futuros podrían
darle una respuesta... La voz potente del Lector resonaba entre los muros de
piedra, hablaba del Mesías que un día había de llegar...

Al término del ritual volvieron a su hogar.
Extrañamente la pequeña María seguía silenciosa.
- ¿Qué le pasa a nuestra Estrella? - preguntó Joaquín - ¿No la habrá
enfermado la brisa de la mañana?
- No, Esposo mío, aunque parezca increíble fueron las palabras del Profeta las
que llenaron de tristeza el corazón de nuestra niña. Ya se le pasará.
María, abrazada al cuello de su madre cerró sus ojitos
brillantes y un suspiro muy suave fue la antesala de su sueño...
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